Otro aniversario en San Miguel

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A propósito de la festividad del Corpus Christi, conviene recordar hoy otro aniversario que se cumple este año en la iglesia de San Miguel. El mes pasado hablaba de los 400 años del comienzo, en 1617, de su retablo mayor. Curiosamente, un siglo más tarde se inicia ese otro gran conjunto barroco que hace inexcusable la visita a este monumento: la capilla del Sagrario. Tercer centenario de una obra que, como ocurrió con dicho retablo, fue lenta, costosa y ambiciosa. De este modo, si en 1717 se abren los cimientos, no será hasta 1770 cuando la nueva construcción se inaugure finalmente. Como es lógico, no fueron cinco décadas de trabajo continuo y tampoco puede hablarse de la intervención de un solo arquitecto. Y, sin embargo, el resultado fue un todo armónico, coherente, aún teniendo en cuenta los matices de un Arte que no se estancó con el transcurrir del tiempo. En este sentido, es justo acordarse ahora de aquél al que se considera el autor del proyecto. Nos referimos a Ignacio Díaz de los Reyes.

Este sevillano afincado en Jerez, desarrolló su profesión a la sombra de su hermano, Diego Antonio Díaz, un nombre destacado de la arquitectura hispalense del momento. De hecho, su llegada a la ciudad vino motivada por la necesidad de sustituirlo en la dirección de las obras de la Colegial. Con el respaldo de su hermano y del cardenal de Sevilla, Ignacio recibe un buen sueldo y unas condiciones laborales envidiables. Sin duda, alcanzó un gran prestigio, como demuestra este importante encargo para San Miguel, donde pudo trabajar con mayor libertad creativa que en la ya comenzada iglesia mayor jerezana. Desgraciadamente, sus últimos años de vida fueron infelices. Murió en la miseria, tras la interrupción de los trabajos en la Colegial. Un templo que, al igual que su Sagrario de San Miguel, no lograría ver concluido.

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Vidas truncadas

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El retablo en su ubicación original en 2006, antes del cierre del convento.

Son los edificios históricos, y aún más las iglesias, mucho más que “simples” estructuras arquitectónicas, acumulaciones más o menos armoniosas o sugestivas de montones de piedra. Antes, esos exquisitos esqueletos tuvieron una colorida piel y se revistieron de prendas y ajuares según las modas de cada época. Fueron como enormes seres vivos mantenidos por generaciones y generaciones de humanos que dejaron en ellos plasmados sus gustos, sus anhelos sociales y espirituales, sus intentos de formar parte de una eternidad que era también artística. El convento del Espíritu Santo fue uno de esos gigantes. Falleció hace años y se descompuso con rapidez. Quedan sus huesos, su templo renacentista que una vez quiso ser además barroco y se adornó entonces de retablos con columnas salomónicas, costeados por particulares. En los muros laterales se asentaron tres entre 1677 y 1691 por el taller jerezano de Fernando Delgado y Bernardo Martín de la Guardia. Dos de estos se rehicieron en el último tercio del XVIII para adaptarlos al vigente estilo rococó. Ya a finales del mismo setecientos se labró el altar que estuvo ocupado últimamente por una imagen de San Francisco de Asís. Era una obra peculiar, hecha por un artista anónimo formado en la tradición de la rocalla pero convertido forzosamente a la sobriedad neoclásica.

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Al fondo, parte del retablo. Autor foto: José David García Luna.

Días atrás, por pura casualidad, me topé por internet con una fotografía del escaparate de una tienda de antigüedades de Sevilla. Allí estaba, con su policromía imitando mármoles y su diseño incomprensible, un trozo de aquel retablo de San Francisco, mutilado sin piedad, arrancado, como tantas otras piezas, del convento del Espíritu Santo. De nuevo, propiedad legal y patrimonio cultural en contradicción. Un monumento que no mereció ser BIC y que lo perdió todo, entre intereses de unos pocos y el desafecto de la mayoría.

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